26 Abr Intervalos regulares
Por Ángeles Favela
Las intermitencias de la muerte es el título de un libro extraordinario. José Saramago tenía que ser su autor. La muerte se ha puesto en huelga y con un: Al día siguiente no murió nadie, el escritor abre la historia de ese mundo aparentemente lleno de situaciones improbables. Hoy, en nuestro mundo posible, pareciera que nada es imposible. En medio de una pandemia que azota al planeta nos miramos unos a otros con ojos de asombro. Es difícil de asimilar, ya que los seres humanos, por designio de nuestra naturaleza, estamos acostumbrados a explicarnos la realidad a toda costa. A tal grado, que poco nos importa si tenemos que hacer uso del pensamiento mágico, filosófico o científico para conseguirlo. Nos gusta entenderlo todo. En estos días en que un virus ha puesto de cabeza al mundo entero, por casualidad he vuelto a la novela del portugués que tanto admiro. Hace más de diez años conocí la novela publicada en 2005, y yo, con todos esos años menos, la leí en ese entonces con diversión, participando del humor negro de su autor.
La muerte es una condición natural de todo ser vivo, pero no todos reparamos en ella con frecuencia. La situación actual, nos ha invitado a pensar en que la posibilidad de morir, no es un tema lejano, sino que más bien el sustantivo podría estar a punto de tocar la puerta en la vida de cualquiera. El Covid-19 y la naturaleza harta de nuestros excesos, han hecho de nuestra civilización un hoyo negro y vulnerable. Ante su fuerza, somos apenas una capa ligera y transparente a punto de volar por los aires de un momento a otro. En 1995, Saramago ya había escrito una obra por demás fantástica: Ensayo sobre la ceguera, en la que una pandemia arrebata la vista de las personas.
En Las intermitencias de la muerte, es la misma parca quien arrebata caprichosamente “el derecho de morir” y con esa novedad esparce el caos entre los habitantes de un país del que no menciona el nombre. La aparente buena noticia (la inmortalidad al alcance de todos) lo trastoca todo hasta convertirse en la pesadilla de una sociedad. Los que se encontraban entre la vida y la muerte por alguna grave enfermedad, continuarán así por tiempo indefinido, así que la noticias de los decesos naturalmente previstos no llegarán. Una a una las piezas del engranaje que mueven a esa sociedad, se van desajustando. Y la población, intentando explicarse lo inexplicable, poco a poco, hará lo posible por adaptarse. Al pulso de la historia, la parca decide, en un momento, retomar sus afanes cotidianos y con ironía comienza a enviar cartas a todo aquel que habrá de cruzar de una vez por todas la línea que separa a los vivos de la muerte. En un gesto cordial, les anuncia un plazo de siete días para dejar la vida.
En esta obra, Saramago, como casi siempre, incluye la crítica social a la cual ya nos tiene acostumbrados. Para él no hay sociedad que salga impune. Por fortuna, el autor de Ensayo sobre la lucidez y una extensa lista de otras joyas literarias, no pinta todo de negro, al contrario, el debate de la muerte como suceso, parece recobrar vida a través de la música de Bach que enmarca una singular historia del amor, que surge en las entrañas de la muerte como personaje.
De animarnos a reflexionar cualquier parecido con la realidad que estamos viviendo atentaría contra la capacidad de seguir buscando explicaciones. Hoy la muerte se ha empeñado en trabajar a marchas forzadas y como humanidad no podemos desaprovechar la oportunidad para redirigir el rumbo.
Pender de un hilo, para una cultura ensimismada como la nuestra, no es cualquier cosa.
Sumergida en los afanes del confinamiento, me pregunto si alguien, desde muy lejos, mira con asombro a la civilización que somos y me pregunto incluso, si tiene la esperanza de alguna especie inimaginable de florecimiento.