30 Sep 50 años después de un 2 de octubre
Por Ángeles Favela
Una vez que se encendiera la bengala, de nuevo la historia avanzaría hacia una dirección equivocada. En ella todos perderían. Los pasos del 68, una movilización que quiso cambiar el rumbo de las cosas. Cincuenta años que no han pasado en blanco. Cincuenta, uno a uno sucediéndose del rojo al negro, del gris al amarillo caminando de la mano del circular tiempo.
Al llegar la noche una barbarie tomaría Tlatelolco, una bengala inauguraría la fiesta de la muerte para arrasar con los hombres y mujeres jóvenes de brazos fuertes y alzados. A la protesta habían llevado sus puños como un símbolo de unión y determinación. Para ellos la paz no necesitaba de armas, suficiente serían sus frases enérgicas y elocuentes. Buscaban paz, y se unían al deseo de los jóvenes de México y del mundo entero.
Esa noche todo lo necesario lo cargaban en su interior: eran sus voces, sus ideas, los ideales de un mundo mejor para todos, para sus hijos, por supuesto, los que aún no habían nacido, pero la noche del 2 de octubre del 68 se vistió de cascos verdes y rifles. Devoró a más de mil, primero decididos y luego, horas más tarde, desencajados rostros jóvenes.
La fiesta fue estruendosa, gritos, lamentos, órdenes, disparos, piedras, palos, uñas, dientes, cabellos, sangre. A la mañana siguiente el mundo entero fue otro. Una matanza había sucedido y al parecer nadie hablaría de ello.
Los muertos de Tlatelolco fueron “barridos” por las autoridades y cientos de estudiantes fueron presos en Lecumberri y otros en el Campo Militar número 1.
Madres de estudiantes lloraban en sus casas por sus hijos, había hermanos buscando a sus hermanos, padres enloquecidos por la desaparición de sus familiares. Había amigos. Cientos de amigos siendo solidarios entre ellos.
Por su parte, México debía estar listo para la siguiente fiesta, así que se esmeraba en los preparativos sin olvidar la calma para sus invitados internacionales. ¿Cuántos telegramas se habrán enviado para informar que después de la violencia de la noche anterior, las autoridades mexicanas garantizaban que la situación de seguridad en la ciudad de México estaba bajo control y que no existiría peligro alguno para “el honor de su visita” durante la próxima inauguración a los Juegos Olímpicos?
Para la gran celebración, la que el mundo aguardaba con ojos expectantes, ya estaban listos los cientos de guaruras escondidos tras los árboles de toda la Ciudad Universitaria.
El 3 de octubre, el secretario de Relaciones Exteriores y el jefe de Estado Mayor de Defensa, y hasta un noticiero de la mañana, informaron al mundo que había un día espléndido. “La perfecta paz” se dispersaba a través de los rayos del sol de aquella mañana de jueves, pero en algunas casas de la Narvarte no hubo un solo destello de luz que se atreviera a entrar por la rendija de ninguna ventana. Entre pausas de llantos, en aquellos hogares, un silencio invadía las paredes con las fotografías de sus desaparecidos.
La sombra de una bengala esparcía sobre sus techos cenizas de sueños, esperanza, planes rotos, y miles, millones de partículas minúsculas de libertad efervescente.