27 Oct Sandunga
Por Ángeles Favela
“No hay sinónimos
existe nada más el término exacto,
una palabra para cada cosa.”
José Emilio Pacheco
Hay personas que conocemos tarde en la vida. Rosy es para mí una de ellas, la conocí en su último tramo: sus últimos años de vida.
La primera vez que hablé con ella fue a través del teléfono: ella buscaba información acerca de un curso de escritura que estaba por comenzar. Con sencillez me dijo que todo le parecía bien y que allí estaría el siguiente martes. Pasaron dos minutos y de nuevo su llamada, ahora era para saber si había un límite en la edad de los participantes. Quizá ella sonrió cuando le dije que ese grupo era para mayores de quince años. El martes siguiente pude verla y saludarla, desde el primer momento me pareció una persona encantadora. De inmediato fue parte indispensable en el grupo. Era una delicia escuchar sus anécdotas y percibir en sus palabras el cariño con el que hablaba de sus seres queridos, de sus hijas, de su hijo y de su esposo.
Nunca conocí a nadie que hablara con tanto gozo de las cosas que le apasionaban: el arte en todas sus manifestaciones. Rosy disfrutaba embelleciendo todo su entorno, su mundo, su casa. Con paisajes miniatura decoraba hasta las hojas y troncos de plantas que seleccionaba con especial cuidado: piedras, piezas de vidrio a manera de gemas, cualquier superficie le inspiraba para plasmar fachadas de casas rústicas y paisajes llenos de vida. Cada objeto que pintaba era imagen diminuta de una historia con todos sus detalles. Durante casi toda su vida se dedicó a pintar y cuando yo la conocí, supe que también a escribir.
Tuve oportunidad de visitarla y observar que ella habitaba en cada espacio de su casa y jardín. Una anfitriona espléndida y la mejor conversadora que puedan ustedes imaginarse: sabía escuchar y tenía una y mil anécdotas para compartir.
Recuerdo que al final de cada clase, casi siempre los participantes le pedían que nos contara algo de lo que escribiría para la siguiente sesión, escucharla narrar y días después escuchar la lectura de esa previa narración era un ejercicio que a todos en el grupo nos dejaba sorprendidos. Igual que lo hacía en sus pinturas, los detalles en la escritura eran impecables: el silencio, la brisa, la arena, la mirada, las manos, las vestimentas… a sus personajes y descripciones no les faltaba ni les sobraba nada.
Con qué sencillez nos narró sus encuentros con personajes de la historia de México: León Toral, Agustín Lara, Manolete, con la misma emoción que contaba sus experiencias con una pintora anónima en un nosocomio de locura a donde ella acudía para dar apoyo emocional enseñando con el arte de la pintura a las internas.
Pude ver su infancia a través de sus charlas, un entorno con aroma a selva chiapaneca y paisajes sonoros, bajo un cielo claro.
Eran tan sutiles sus enseñanzas que a veces la imaginé como maestra de Diego Rivera, de Leonora Carrington, y de muchos de sus propios maestros en sus épocas de juventud. Rosy poseía una sabiduría natural que denotaba un corazón generoso y alegre, y que ilustraba a todos los que la rodeaban.
Cada vez que Rosy viene a mi memoria no puedo más que imaginarla viva y llena de historias, con esa sonrisa cálida y cariñosa con la que sostenía el mundo en sus manos. Y ahora que lo pienso, no fue tarde cuando la conocí, quizá era el momento perfecto para compartir con ella algunos de sus últimos pasos, que a mí, como un gran regalo, me acompañarán en la memoria el resto de mis años.
In memoriam
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