23 Feb El balde bajo la lluvia
Por Ángeles Favela
Cuando despertó, descubrió que había ganado el avión presidencial. En realidad, no despertó, tuvieron que despertarlo para darle la noticia.
El susodicho era Ignatius para servir a su abuela, y José Ignacio para servir a usted y al resto de las personas quienes por más que lo intentaban no lograban entender su personalidad. Era un hombre al que no se sabía si apreciar o compadecer a causa de una lastimosa ternura con la que, sin proponérselo, a todos contagiaba.
Envuelto todavía entre las sábanas, Nacho, como lo llamaba su difunta madre, pensó que estaba a punto de escuchar una broma más del tema de moda. Desde el día en que con tanto esfuerzo él y algunos más del barrio habían comprado cada uno su boleto, sus cuñados no paraban de burlarse, pero José Ignacio no dejaba de soñar que podía ser el afortunado ganador. Ante el despilfarro de aquel día, su mujer había sido la primera en reclamar, pero tuvo que guardar silencio: ganó la algarabía de una abuela ilusionada al enterarse del trozo de papel que la hizo recordar aquella antigua e infantil promesa de su nieto, cuando muchos años atrás la vio dando un portazo mientras ella farfullaba algo entre dientes, tras la definitiva partida de, a los ojos de todos, “ingrato” marido. La familia entera conocía bien la historia: …que a pesar de haberle llevado durante años el almuerzo cada mañana hasta el hangar del aeropuerto donde su esposo trabajaba como intendente, a ella nunca, pero nunca le permitió subir a ninguna de las aeronaves a las que él debía mantener a todo brillo. En cambio, él no se cansaba de presumir las selfies en el interior de aquellos paraísos voladores. Los esposos sabían que su condición no podría elevarlos ni un centímetro arriba del suelo, y para ella era insoportable, que existiendo la posibilidad no contara siquiera con una fotografía.
—Ya lo verás abuela, algún día yo te llevaré a pasear por lo alto de los cielos.
De la promesa atesorada por la madre de su madre, Ignatius no recordaba ni media palabra, quizá en esa circunstancia él lo dijo simplemente para calmar a la fiera que, de un momento a otro, había quedado sola al mando de aquella inmensa familia.
Ignatius nunca fue de los que vislumbran el futuro, así que nunca imaginó sostener entre sus manos un boleto que le brindara la posibilidad de volar muy alto. “Bola de desocupados”, les dijo al ver a sus cuñados cuchicheando frente a su cama, enfundado en la pijama desgastada de siempre, y se cubrió de nuevo con la almohada que le remolineaba el pelo, preguntándose qué forma tomaría aquella broma que al parecer estaba por comenzar.
En el sentido literal de la palabra, José Ignacio era un soñador empedernido; dormía a pierna suelta de domingo a domingo, sabía que necesitaba trabajar, pero ningún empleo parecía estar buscándolo.
Años atrás, durante una mañana fresca de marzo cuando cumplió veintiún años, su abuela le mencionó lo orgullosa que estaba de sus elevadas aspiraciones, ella se lo había dicho a modo de felicitación, pero al mismo tiempo como queriendo recordarle algo que él no alcanzó a comprender, y lo que minutos después sucedió aquel día, habría de trastocarlo todo. A Nacho no le gustaba recordar aquellas palabras de la abuela, por el hecho inverosímil de que su madre, aquel fatídico día se encontraba al fondo del zaguán enjabonando sus plantas, y al escuchar a la abuela recordó lo que cada año olvidaba: ¡era el cumpleaños de su hijo! Así que soltó la tina de aluminio haciendo un alboroto, para ir a pellizcarle las mejillas al cumpleañero. Esa era la máxima muestra de cariño que de su madre Ignatius recibía, y también fue la última, porque después de las consabidas felicitaciones, al regresar a sus faenas, ella no se percató del charco espumoso que había dejado minutos atrás cuando aventó los utensilios, y resbaló por última vez en este mundo. Ignatius y su abuela ni siquiera pudieron limpiar la sangre del suelo, cuando la quisieron tocar, una llovizna entrometida se les adelantó, y el agua que corría ya la había despintado. A partir de ese momento Nacho fue José Ignacio, por un baldazo de agua enjabonada el joven se habría de convertir en un agrio limón partido en dos.
Un antes y un después, lo perseguiría desde entonces.
Se había puesto de costado. Ahora estaba mirando a la pared, podía pasar horas viéndola fijamente, era obvio que ese muro blanco no podía emitir palabra, pero él sí; con frecuencia Ignatius le contaba sus más profundos secretos, y hasta le había mostrado el dolor de sus lágrimas infinidad de veces. Nacho, recordando a su madre, sintió bajo su brazo el recorte de periódico que mostraba el avión, era una vieja nota de periódico de la compra de un castillo volador que se sumaba a las muchas historias absurdas que el mundo entero conocía, y que de vez en cuando lo miraba tratando de imaginar lo que habrían pensado quienes lo compraron. El disparate del siglo, decía con sorna. Ese presidente quien, al igual que muchos otros, se había robado el alma de su país, y bien merecido tenía el apodo que rimaba con “cacerolas”.
A Ignatius le dolía México, le dolía en serio. Cuando compró el boleto de la rifa, sintió alivio, “en las buenas y en las malas”, dijo pensando en el cabecita de algodón, “en esta no vamos a dejarte solo”, le habría dicho de haber estado frente a frente. En el fondo poco le importaba el armatoste, ¿dónde lo pondría? Pero tratándose de un juego, sí, ¿por qué no?, desearía habérselo ganado, habría sido una manera de encarar al destino.
La suerte nunca lo había favorecido, así que, si la vida es justa como por fortuna algunos todavía lo creen, era momento de que el universo le pagara a Nacho todas las que le debía. Hasta hacía muy poco parecía que la vida no lo miraba ni de reojo.
José Ignacio estaba cansado, pero hoy a sus cincuenta años, en un México alocado, los tiempos modernos parecían regalarle nuevos aires. Ignatius iba en su cuarta transformación, su abuela pensaba que esta era la vencida, que si él, no tocaba pista, a ella, de una vez por todas, se le iría el avión. “Hijo, los años son canijos”, fueron sus palabras, “uno de pronto está en las últimas”. Había entre ellos un lazo que los mantendría unidos siempre, de la misma manera en la que él y su madre permanecían juntos a pesar de aquella lluvia, a pesar de aquel no festejo de cumpleaños.
Ignatius, sorprendiendo a todos, pidió que abrieran la ventana de su habitación mientras se incorporaba de su cama apoyando con firmeza los pies sobre el suelo. Pocas veces dejaba que la luz entrara, pero hoy se sentía más despierto que nunca. La mujer a quien quería tanto después de su madre, la que ya casi no podía recordar detalles, ella a quien hasta hacía muy poco no se le iba una, se había unido al círculo que toda la familia había formado alrededor de su cama. Ignatius los miró a todos, y en los ojos de lo poco que quedaba de su abuela vio una chispa que hacía tiempo no veía. Algo se traen, se dijo de nuevo en silencio. Ellos aguardaban a que Ignatius se levantara por completo. Se les veía inquietos, se miraban entre ellos de reojo, había un silencio a punto de dar un vuelco, parecía como si ellos supieran algo a lo que José Ignacio aun no tenía acceso. Era obvio que tenían otros datos.
Nacho buscaba dentro de su cabeza las palabras adecuadas para decirle a los suyos que no pasaba nada, que importaba un cacahuate ganar o no en una rifa, que esta vez no iba a deprimirse. Debía avisarles que, del soñador empedernido, a partir de ahora, no quedaba nada. Deseaba que lo vieran levantarse, ponerse en pie para abrazarlos fuerte, quería, quería… pero ya todos gritaban, habían levantado en hombros a la abuela quien con la sonrisa de oreja a oreja alzaba a sus costados los brazos rectos como alas de un avión volando por el cielo que se dejaba ver a través de la ventana abierta.
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