04 Nov Réquiem
Reseña de El olvido que seremos, de Héctor Abad Fasciolince.
Por Demetrio M. Velasco
Compartimos con todos los seres vivos el instinto de conservación, de la vida propia y de la especie. El deseo de trascender el tiempo y el espacio, es solo humano, y es diferente al instinto de supervivencia. A veces, se sacrifica la vida para trascender o se trasciende, sacrificándola. Podría decirse que es un meta-instinto, el de trascender. Para los que tienen fe la trascendencia se da en un mundo más allá de la muerte, en el paraíso con sus múltiples nombres, o en la reencarnación; pero para los agnósticos y los ateos la trascendencia se da en el recuerdo de las acciones durante la vida. Es una lucha desigual contra el olvido que trae el tiempo.
La novela de Héctor Abad Faciolince es un réquiem; una composición para buscar el descanso del muerto y de los deudos. Por eso el ajuste de cuentas con la sociedad de Medellín que propició su muerte prematura; y la mención de todos los personajes de la tragedia, con nombre y apellido. Es al mismo tiempo un reclamo y una búsqueda de justicia histórica, ya que la justicia-justicia es inalcanzable, en este caso porque los asesinos materiales e intelectuales formaban parte activa del estado colombiano encargado de impartirla. También es un esfuerzo por la trascendencia de su padre; para que el recuerdo de sus acciones se extienda un poco más allá de la penumbra del olvido que el tiempo esparce inevitablemente sobre todos; para que su sacrificio no haya sido en vano.
Tardó 20 años, en escribirla. Requirió valor y mucha decisión, seguramente. Valor para sustraerse al miedo de la venganza que los poderosos pudieran tramar para callarlo; pero también para afrontar otra vez el dolor, la pérdida y la injusticia de no saber siquiera quién lo mató. Debe haber sido un ejercicio duro; recordar todo otra vez, investigar los detalles, conectar los puntos. Puedo también imaginar el mar de nostalgia que debió invadirlo por meses al vaciar al texto los recuerdos de la infancia, las reflexiones, la imagen del padre, el esfuerzo por hacer una pintura realista, justa, y evitar la trampa de convertirlo en una estatua de papel. Y seguramente debe haberlo atormentado también la idea de que este libro lo volvería a él un autor famoso a costa de la historia de su padre.
Un comentario de Coetzee la define como biografía novelada, y mi primera impresión fue la de estar leyendo una auto-ficción, porque es el autor quien aparece al centro del relato; pero no pude encontrar más de un elemento que no fuera real: el gringo que visitaba a su padre, Richard Saunders, y su fundación Future for the Children. Una búsqueda rápida en internet no arroja ninguna fundación con ese nombre, y de los muchos Richard Saunders que aparecen sólo hay uno relevante: un australiano miembro de una asociación de escépticos.
Escrito en un lenguaje simple y directo, no exento de alguna palabra dominguera aquí y allá, el texto es un poco empalagoso al principio; sin embargo, logra trasmitir la tristeza y la desolación que el autor experimentó al perder a dos de sus familiares directos, tanto que en no pocas ocasiones me arrancó uno que otro suspiro y empujó un par de lágrimas.