22 Nov Veintiún poemas de invierno
Por Ángeles Favela
Tengo un especial gusto por las novelas. Las que muestran de cierta forma la vida en un retrato, la belleza de lo cotidiano y los momentos que la mayoría hemos protagonizado. A tono de un Julio Cortázar extraordinariamente contemporáneo. Fue el primer pensamiento que apareció en mi mente cuando terminé de leer la novela de Juan José Espinosa Cuetos. Posteriormente tuve oportunidad de entrevistarlo, le hice solo dos preguntas. Con la primera quise saber a qué autores había leído y, por supuesto, ¿qué lo impulsaba a escribir? En pocas palabras el joven autor dejó a la luz su amor por el lenguaje y su admiración por los autores grandes:
Borges me obsequió, bajo una lamparita de mesa, los laberintos, los espejos y las infinidades. Cortázar me enseñó que un gato puede ser lo mismo que un teléfono, y que todos los fuegos son uno mismo. Ellison, los símbolos. Conrad, la selva y la oscuridad. Fuentes me remitió a la raíz. Y Benedetti me dio la palabra entrañable, me dibujó la intimidad. El papel no es suficiente para desgranar todos los nombres. Me faltan muchos, sobre todo los vivos, y temo ser injusto. Algo es cierto: todos ellos me mostraron las capacidades del lenguaje y me dieron la pausa caleidoscópica. Es decir, me mostraron la amplitud del ser humano. Y a causa de ellos sé que la literatura es un bosque y también un risco. Porque ahí se esconde, entre árboles inmensos, el latido de la humanidad: las voces, las historias, los pensamientos. La imaginación. Y porque también ahí, en la punta más alta, sé que se observa todo el valle: el paso petrificado del tiempo. Tal vez por eso escribo.
Dicen por ahí que la literatura es la protesta de los mortales. Que es donde se tienden los puentes perpetuos y que con ellos se vence al tiempo. Escribo quizá por eso, porque en el intento de concebir un latido escrito, confieso al viento que he vivido. Que vivo y que no me oxido. Que grito en silencio, y que con ese mismo silencio, busco el eco más grande.
O tal vez escribo porque es fuga, porque en el ejercicio, huyo. Y me pierdo para no regresar. Escribo por libertad. Para abrir el pecho y tirar el sombrero, para correr por los campos vastos y rozar las hierbas, y esconderme en una caverna. Escribo para partir las nubes en mil fragmentos.
Veintiún poemas de invierno es una novela en la que podemos mirarnos, porque no importa el lugar ni el tiempo, todos desde el primer instante iniciamos el recorrido de un trayecto…
Tocaba seguir con la tradición familiar, la de pulir el inglés, la de arrojarse al extranjero. El padre en sus años dorados, ahí por la edad de dieciocho, se había aventurado a las tierras frías de Inglaterra. Era el turno de Pablo, iría a las montañas Apalaches, al norte del estado de Georgia, donde se encontraba el internado J. Richards School. Allí el amor, la muerte, el delirio. Pablo Ramirez hasta hace algunos meses todavía sabía qué era tenerla, a qué olían los bordes de su cuello. Tan solo el verano pasado habían deambulado juntos por una ciudad sentimental. Y, un día cualquiera, el adiós largo; uno nunca termina de despedirse. Pablo ha creado un Blog, y eso es lo último que le queda de ella. Veintiún poemas de invierno, una novela de la vida, la de todos: el paso por la universidad; el sonido del corazón cuando se rompe. El trayecto que deambula hasta llegar a la playa de un momento que habría de ser eterno: la primera vez que se entrega el cuerpo, el alma y la vida entera. Pablo, una voz transparente con la fuerza de un huracán. La condición humana que madura a través de cada pregunta que surge en el interior de un joven que se ha convertido en hombre. Y, después de todo, por el ventanal se puede ver cómo la luna resplandece tiritando al fondo, allá sobre el mar nocturno del cielo. Sonríe. Y, caray, dice Pablo, qué bueno fue conocerla.
Tengo un gusto especial por las novelas y esta me ha gustado.
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